6.9.06

Todos los hilos habían sido arrancados. Había quedado cortado el estudio, la participación, el movimiento, el trabajo, las relaciones con los amigos, había quedado cortado el amor, y hasta la búsqueda del amor, había quedado cortado, sencillamente, todo el sentido de mi trayectoria vital. No me había quedado más que el tiempo. Pero, en cambio, a este lo estaba conociendo tan íntimamente como nunca antes me había sido posible. Ya no era un tiempo como aquel con el que me solía topar antes, un tiempo convertido trabajo, en amor, en todo tipo de esfuerzo, un tiempo al que aceptaba sin fijarme en él, porque tampoco él me importaba y se escondía decentemente detrás de mi propia actividad. Ahora llegaba hasta mí desnudo, solo en sí mismo, con su aspecto original y verdadero y me obligaba a llamarlo por su nombre propio (ya que ahora vivía el tiempo escueto, el mero tiempo vació) a no olvidarme de él ni por un momento, a pensar permanentemente en él y a sentir continuamente su peso.

Cuando suena la música, oímos la melodía, olvidándonos de que es sólo una de las formas del tiempo; cuando la orquesta se calla, oímos al tiempo; al tiempo en sí. Yo vivía en una pausa. Pero claro que no se trata de una pausa general de una orquesta (cuya dimensión está estrictamente determinada por el signo de la pausa) sino de una pausa sin un final preciso.